El 6 y el 9 de agosto, recordamos el horror del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki del 1945. Cada año, nos da escalofríos pensar que, hoy en día, nueve países tienen armas nucleares. Ningún país del mundo debe poseer armas nucleares.
Todos los Papas (salvo el Papa Juan Pablo I, cuyo reinado solamente duró 33 días) han condenado la existencia de las armas nucleares. Hoy es el momento ideal para recordar lo que nos enseña la Iglesia:
Pío XII (febrero del 1943): "Es esencial que la tecnología nuclear se utilice con fines pacíficos solamente. De lo contrario, podría seguir no solo en el lugar mismo, sino también para todo el planeta, una catástrofe peligrosa."
San Juan XXIII (Pacem in Terris, 1963): “…que cese ya la carrera de armamentos…que… todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías”.
Beato Pablo VI (5 de junio del 1968): “Las armas nucleares…son la amenaza más aterradora que pesa sobre la humanidad…no podemos menos de animar a todos los países y, especialmente, a los que tienen mayores responsabilidades, a proseguir y desarrollar tales medidas, con el objetivo final de eliminar totalmente el arsenal atómico”.
San Juan Paul II (1 de enero del 2001): “El preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos paramilitares y organizaciones terroristas.”
Papa Benito XVI (1 de enero del 2010): “Espero firmemente que, en la Conferencia de examen del Tratado de no proliferación de armas nucleares, que tendrá lugar el próximo mes de mayo en Nueva York, se tomen decisiones eficaces con vistas a un desarme progresivo, que tienda a liberar el planeta de armas nucleares”.
Papa Francisco (Conferencia de la ONU para la Negociación…sobre la Prohibición las Armas Nucleares, marzo del 2017): “Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y potencialmente de toda la humanidad– son contradictorios con el espíritu de las Naciones Unidas. Por lo tanto, hay que comprometerse por un mundo sin armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el espíritu”.